En mi última visita al Lugar de la Memoria, la Tolerancia y la Inclusión Social fijé mi atención en una fotografía que mostraba un muro deteriorado, con evidentes rastros de metralla. Me hizo estremecer por las sensaciones que transmitía: violencia, dolor, soledad. La imagen podría representar episodios de barbarie sufridos durante distintas etapas de la historia en diversos lugares del mundo. Sin embargo, para mí no existían dudas: ese muro representaba el de una cárcel gris o un frío cementerio en cualquier lugar de España, durante una época que nos marcó como país a sangre y fuego. Mi mente asoció esa imagen casi de forma automática a los innumerables fusilamientos de opositores que perpetró la dictadura franquista en España: “sacas” y “paseos” al amanecer, militantes asesinados en el “paredón”, fosas comunes cubiertas de silencio e impunidad.
Seguramente la fotografía no pretendía evocar ese lejano recuerdo, sino ilustrar las graves consecuencias del conflicto armado interno desarrollado en el Perú entre 1980 y 2000; no obstante, me hizo reflexionar profundamente sobre mi memoria particular. Estando muy lejos de mi país, y teniendo un sentimiento de pertenencia cada vez más difuso, este ejercicio hizo que me reconectara con una memoria que también es identidad.
Mi generación no vivió la primavera democrática de la II República ni el golpe de Estado posterior, tampoco la Guerra Civil ni la dictadura franquista. Nacimos una década después de la muerte del dictador, cuando las élites políticas de nuestro país todavía “saboreaban” la euforia de una transición pretendidamente “modélica”. Y, a pesar de ello, heredamos en muchos casos memorias construidas a partir de aquellos acontecimientos históricos siempre conflictivos y traumáticos. Estas memorias nos hacen recordar y resentir sucesos que no vivimos, pero que hoy resignificamos e interpretamos como propios, configurando así un componente clave de nuestras identidades políticas. Símbolos, relatos, canciones, libros, películas y un largo etcétera para revisitar lo no-vivido.
La democracia española como sistema político es débil, la solidez de sus bases es cuestionable desde varios enfoques. Se ha construido desechando el imprescindible valor de la memoria democrática y negando el justo reconocimiento a los actores y luchas de ayer que conquistaron los derechos y las libertades de hoy. La Transición trajo consigo un proceso institucional de olvido, por el cual se decidió apartar y negar nuestro pasado. Y ello ha producido una memoria oficial basada en la equidistancia entre los “dos bandos” del conflicto (las “dos Españas”) y en la imposición del silencio y la impunidad como supuesto instrumento para promover el “consenso” y la “reconciliación”. Debido a esto, como advierte Ricard Vinyes, en España “el pasado no acaba de transcurrir y se instaura un vacío ético, generando reclamos y creando conflictos” (Vinyes, 2009), a ello se suma la problemática de precariedad y debilidad que caracteriza todavía a las políticas públicas de memoria. Sin duda, se trata de las miserias y falencias de nuestro sistema democrático. En este tema, no hay razones para el orgullo.
Como afirma Jelin, la instalación de una historia oficial se torna difícil y problemática cuando los acontecimientos históricos estuvieron marcados por una fuerte conflictividad social y política (Jelin, 2002). Por esta razón, en el caso español se evidencia de manera más clara el componente contencioso que incluye la memoria. A pesar de la larga data histórica de los acontecimientos traumáticos experimentados, la memoria se configura todavía como un verdadero campo de disputa y conflicto, donde la narrativa oficial ha sido, y es aun, fuertemente contestada por diversas memorias disidentes o alternativas. Dichas memorias han sido silenciadas, han habitado la clandestinidad y el exilio, se han transmitido intergeneracionalmente y, con todo, han conseguido sobrevivir. Nuestro presente da cuenta de su vitalidad.
El filósofo Walter Benjamin nos invitaba a “cepillar” la historia a contrapelo para entenderla en su magnitud real (Benjamin, 2008). Probablemente, la memoria también deba ser cepillada a contrapelo para lograr visibilizar las memorias de los márgenes y (re)conocer su aporte y su legitimidad. En la reproducción de estas memorias disidentes, la transmisión familiar (intergeneracional) ha desempeñado un papel fundamental articulando toda una herencia de mitos, relatos y costumbres que contribuye a crear identidad y fortalecer el sentido de comunidad. En mi caso personal, puedo hallar algunas aproximaciones al respecto, siempre enmarcadas por la subjetividad.
Nací y crecí en una familia de ideales progresistas y orígenes humildes, comprometida con la defensa de lo común. Mis padres se reconocieron siempre con orgullo como personas de izquierda. Interioricé esta identidad política desde la infancia, viendo a mi alrededor debates, manifestaciones y mítines políticos. Me llamé socialista y republicano antes de tener conciencia del verdadero significado de esos conceptos. Ya en mi adolescencia pude intuir la importancia de reivindicar la memoria republicana y la bandera tricolor. Con una identidad ya en formación, pude desarrollar una conciencia política mayor, iniciar mi propia trayectoria militante y comprender el valor de proclamarse “republicano” en un país todavía herido.
En España, la gente de izquierda somos parte del bando de los “vencidos”, de los que lucharon y perdieron la guerra, de los perseguidos y represaliados. Ser republicano en este contexto conlleva un cierto estigma histórico, significa pertenecer al bando de “rojos, ateos, masones”, pero también implica comprometerse con ideales tan profundos y bellos como la igualdad y la justicia social. En España el ser republicano y el ser de izquierdas conforman identidades estrechamente vinculadas. Y ello no es gratuito. Dos factores principales ayudan a entender este nexo: el signo político progresista que tuvieron las grandes reformas del período republicano (como la reforma agraria y la educativa) y las ideologías conservadoras que apoyaron y justificaron el golpe del 18 de julio de 1936 contra un gobierno democrático.
Existe una memoria republicana, disidente y rebelde, que ha pervivido históricamente vinculada a los ideales progresistas y que ha sabido disputar cierta legitimidad a la memoria oficial construida por el Estado español a partir de la Transición. Personalmente me reivindico parte de ella, en buena medida gracias a mi herencia familiar. Pero, ¿cómo ha logrado sobrevivir y reproducirse esta memoria disidente durante décadas y en contextos tan adversos? La transmisión intergeneracional ha desempeñado un papel muy relevante en la preservación de una memoria de la resistencia. En mi caso particular, esta memoria se ha heredado y reproducido en el ámbito familiar a través de elementos políticos y culturales como son: los símbolos, los relatos, las conmemoraciones, los lugares y las figuras icónicas. Todos ellos componentes que se han articulado en múltiples y diversas estrategias y que han logrado transmitir esta “otra” memoria eficazmente.
Todo es símbolo. La simbología siempre está presente, aunque no sepamos percibirla y analizarla. Es capaz de reforzar identidad y de reproducir significados e interpretaciones de forma poderosa, incluyendo la transmisión de la memoria. En mi caso, emblemas como el puño y la rosa (referencia del socialismo) han estado siempre visibles en un círculo familiar de izquierda, como manera de representar una identidad política que recuerda el pasado para proyectarse en el presente. Estos símbolos han tenido como función central reforzar los relatos y ritos que conforman nuestra memoria e identidad republicanas: símbolos de izquierda evocando el compromiso republicano, emblemas republicanos reivindicando el carácter progresista de la república.
Himnos y canciones también se convierten en símbolos con una fuerza notable en la construcción de la memoria y la identidad. Himnos emblemáticos como “La Internacional” o el “Himno de Riego”, pero también canciones del período de la Guerra Civil (“El Quinto Regimiento”, “El Puente de los Franceses”, “El Frente de Gandesa”) y la Transición (“Canto a la libertad”, “Llegó con tres heridas”, “Gallo rojo”) han sido fundamentales en los espacios familiares donde se ha transferido esta memoria disidente. Además, estas piezas musicales han extendido un hilo conductor con el presente, cuando varios temas de cantautores españoles actuales, como Ismael Serrano (“Papá cuéntame otra vez”) o Pedro Guerra (“Huesos”) reivindican a través de su música la “otra memoria”, la de los “vencidos”.
Esta memoria musical no se limita al ámbito nacional. De hecho, encuentra su correlato en otras experiencias políticas que representaron notables referentes para la izquierda española, rescatando canciones de la resistencia europea contra el fascismo (“Bella ciao”), la Revolución de los Claveles en Portugal (“Grandola Vila Morena”) y las luchas populares latinoamericanas, musicalizadas por artistas como Víctor Jara (“A desalambrar”, “El derecho de vivir en paz”) o Quilapayún (“La muralla”, “El pueblo unido jamás será vencido”).
Estos símbolos reflejan también el relato de la memoria republicana, que tantas veces he escuchado en mi círculo familiar y que interioricé en algún momento de mi madurez política: El 18 de julio de 1936 no se produjo un “alzamiento nacional”, sino un verdadero golpe de estado contra el gobierno republicano, legítimo y democrático. Ese día comenzó una cruenta guerra civil, pero también un proceso de resistencia popular contra el fascismo internacional, que ensayaba en España el inicio de la Segunda Guerra Mundial. Con la victoria franquista del 1 de abril de 1939 comenzaron varias décadas de dictadura y represión, apoyadas y bendecidas por la jerarquía católica. El fin de la dictadura y la transición posterior fueron resultado de duras luchas por la libertad y la democracia, gracias a la entrega de muchos militantes políticos perseguidos, represaliados y exiliados.
Esta narrativa crítica ha sido reforzada a través de diversos elementos culturales, como novelas literarias (“Trece rosas rojas”), obras de teatro (“¡Ay, Carmela!”) y películas cinematográficas (“La lengua de las mariposas”, “El lápiz del carpintero”). Dichos elementos, sin lugar a dudas, han funcionado como vehículos de esta “otra” memoria en el proceso de transmisión intergeneracional.
Íntimamente relacionados con el relato, las conmemoraciones y los lugares forman parte de las marcas que contribuyen a fijar la memoria. Con respecto a las fechas y aniversarios, como bien recoge Jelin, éstas crean coyunturas de activación de la memoria (Jelin, 2002). En mi círculo familiar han existido conmemoraciones militantes que representan verdaderos hitos en la memoria heredada. En varios casos, han traído consigo un conjunto de ritos y prácticas con fuertes contenidos identitarios. El 14 de abril (aniversario de la Proclamación de la II República) y el 14 de agosto (aniversario de la Matanza de Badajoz por parte de las tropas sublevadas), además de fechas emblemáticas de la izquierda internacional (como el 1 de mayo, Día del Trabajo), son fechas relevantes en el imaginario colectivo familiar. Ritos como visitar y llevar flores a las fosas comunes del cementerio de mi ciudad el 14 de agosto o participar en la manifestación del 1 de mayo, constituyen rituales heredados familiarmente que han contribuido a la reivindicación de la memoria republicana y a la creación de una identidad política progresista.
Los lugares también pretenden ofrecer materialidad a la memoria. La problemática de los lugares de memoria es amplia y compleja, es fuente de conflictos en torno a qué lugares preservar y qué significados o narrativas reproducir en ellos. En el caso de los lugares de memoria republicana, casi en su totalidad se trata de espacios no reconocidos ni protegidos institucionalmente como tales. El Cementerio Civil de Madrid, donde se encuentran los restos de varios personajes políticos representativos de la I y la II República, es un buen ejemplo de ello. Este lugar ha sido un punto de parada obligatoria en nuestros viajes familiares a la capital del país, como un fuerte hito en la transmisión familiar de esta memoria disidente. También han tenido especial importancia otros lugares, más vinculados a las llamadas “memorias del mal”, como el vergonzante monumento del Valle de los Caídos, mausoleo del dictador Francisco Franco. En múltiples ocasiones este espacio fue recordado en mis contextos familiares por representar una muestra de la barbarie del régimen: construido por los presos republicanos forzados a trabajar en la obra más emblemática de la dictadura franquista.
La maestra de la reforma educativa, el obrero sindicalista, el campesino de la reforma agraria, el miliciano y el brigadista internacional que combatieron el fascismo o el intelectual comprometido. Todas son figuras que han pervivido en el imaginario republicano conformando el perfil de héroes ejemplares. Distintos personajes de la época encarnaron estos valores de militancia y resistencia, como Manuel Azaña, Federico García Lorca, Miguel Hernández, Matilde Landa o Dolores Ibárruri “Pasionaria”. Muchas de estas figuras se unieron posteriormente a un “panteón” de héroes y “mártires” de la izquierda internacional, donde personajes como Salvador Allende, Pablo Neruda o Ernesto Guevara tuvieron reservado un lugar central. En mi caso personal estos personales han representado grandes referentes de la memoria disidente frente a la narrativa oficial.
¿Podemos decir, entonces, que la transmisión familiar ha constituido un componente esencial en la construcción de las “otras” memorias? En mi experiencia, indudablemente sí. La transmisión familiar de la memoria republicana, a través de elementos como los descritos, ha desempeñado una función central en la creación de la que es hoy mi identidad política y cultural. En el contexto español, la narrativa oficial, basada en la equidistancia y el olvido, ha sido reproducida de forma muy precaria (como demuestran los débiles contenidos sobre memoria incluidos en el currículo educativo). Cierta inhibición estatal, las contradicciones, las carencias y los vacíos de los discursos oficiales y la “obsesión” por el olvido y el silencio han creado ventanas de oportunidad para visibilizar y transmitir otras memorias alternativas. El creciente rol de los emprendedores de memoria y la emergencia de activos movimientos sociales que reclaman una “democracia real” , han posicionado la necesidad de encontrar referentes que contribuyan a profundizar el sistema democrático. Y la experiencia republicana continúa siendo hoy un ejemplo en muchos sentidos. La democracia necesita memoria para construir su futuro.
La memoria de la ciudadanía que se identifica con valores democráticos y progresistas no puede ser otra que una memoria republicana. Sin esa experiencia histórica, y la conciencia progresista y crítica construida en torno a ella, la izquierda española encontraría hoy graves dificultades para entender y explicar su identidad. Y yo, gracias a mi familia y a mi militancia, también.
Alberto Hidalgo Hermoso
Bibliografía consultada:
BENJAMIN, Walter. (2008). Tesis sobre la historia y otros fragmentos. Madrid, España: Editorial Ítaca.
JELIN, Elizabeth. (2002) Los trabajos de la memoria. Madrid, España: Siglo XXI Editores.
VINYES, Ricard. Ed. (2009). El Estado y la memoria. Gobiernos y ciudadanos frente a los traumas de la historia. Madrid, España: RBA Editorial.